Luz Vázquez y Moreno, nació en el año de 1831, de criolla alcurnia, de familia de sentimientos ampliamente separatistas, en la ciudad de Bayamo, situada junto al río de su nombre en la provincia oriental, que fuera antiguo cacicazgo indio ocupado en 1512 por Pánfilo de Narváez y considerada cómo una de las comarcas más progresistas, florecientes y díscolas, en el andar de los años de la época colonial.
Alta, delgada, de piel trigueña, de ojos negros, profundos y vivaces, era considerada en 1851, al cumplir los veinte años, como una de las más destacadas bellezas de aquella época, por lo que constituía un verdadero ornato en los bailes y tertulias de “La Filarmónica”, la cubanísima Sociedad, situada entonces cerca de la amplia plaza de Isabel II.
Bayamo vivía en aquellos tiempos de mediados del siglo pasado, una existencia lánguida, al igual que las demás ciudades de la isla, y más si cabe la palabra, por el hecho importante de no ser puerto de mar.
La juventud bayamesa tenía por costumbre continuar los romances comenzados al compás de un vals, ante la reja de la joven a cuyos oídos se hacían llegar las notas armoniosas de las serenatas que rasgaban el silencio de las noches serenas.
Luz Vázquez fue la trigueña beldad que inspirara la famosa canción “La Bayamesa”, cuyas notas dulces, apasionadas, vehementes y tristísimas, no solo conmovieron su tierno corazón, sino que sirvieron años después para, cambiando su letra, exaltar el ánimo de los valientes libertadores cubanos y cuyos cien años, acabamos de conmemorar en el pasado año de 1951.
Francisco Castillo Moreno, apuesto y caballeroso, excelente músico, fue el apasionado galán con quien cooperaron en la letra el dulce poeta José Fornaris y Carlos Manuel de Céspedes, el inmortal Padre de la Patria, siendo la magnífica voz de tenor de Carlos Pérez, la que iniciara aquella clarinada de gloria, en la noche sublime e inolvidable del 27 de Marzo de 1851.
La bellísima Luz y el “músico-abogado” contrajeron nupcias, naciendo de esta unión de amor, siete hijos: Pompeyo, Francisco, Lucila, Adriana, Leonela, Atala y Heliodoro. Diez y siete años después, en Octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes inicia nuestra primera gesta emancipadora y Castillo Moreno y su heroica mambisa Luz Vázquez, son de los primeros cooperadores de la empresa gloriosa.
El esposo amante acompañado de su hijo Francisco (que murió en el combate) parte a la campiña insurrecta.
Luz los despide con la más tierna de sus sonrisas y las más alentadoras de sus palabras.
Y aquella mujer espartana, ve morir a su hijo Pompeyo, el mismo día de la toma de Bayamo, abriendo con el corazón partido de dolor, los vastos salones de su mansión señorial, para celebrar la victoria cubana, horas después del entierro del hijo amado.
Aquella mujer extraordinaria, recibe después la fatal noticia de la muerte de otro hijo: Francisco, y enlutada, adolorida, pero resuelta, arenga a una de sus hijas: Atala, para que fuera a cantar el himno de Perucho Figueredo con “Canducha”, la simpar abanderada de aquella tarde inmortal.
Ausente el esposo, muertos dos hijos, pasa Luz por la pena inmensa de ver tuberculizarse a su hija Lucila. Perdidos seres queridos, bienes de fortuna, convertido en escombros su venturoso hogar, que prendiera con sus propias manos en el incendio de Bayamo; Luz Vázquez, acompañada de Adriana y ayudada por el resto de su prole, coadyuva en la obra de insurrección, y de ella dijo Francisco Vicente Aguilera, el venerable patriota, “que era una joya de inestimable valor”.
Bayamo, convertido en un promontorio de ruinas, albergó a varias familias que regresaron acosadas por los españoles.
¡Desconsolador espectáculo que ofrecía el pueblo que había sido, en prosperidad y riqueza, el segundo de la isla, y más aún el de aquellas cubanas hambrientas y haraposas que arrastraban sus hijos para guarecerse en los restos de casas ennegrecidos por el humo!
A una de aquellas guaridas, en la calle de San Francisco, en la cochera de lo que había sido su aristocrático hogar, llegó Luz Vázquez con Adriana más cerca de la muerte que de la vida, abrasada por la fiebre del tifus que le arrancaba la existencia y Lucila traspasada por terrible tuberculosis o peste blanca.
Adriana sucumbió de un síncope, no sin antes haber entonado el Himno de Bayamo.
Muerta Adriana, toda su atención recayó en Lucila, cuya enfermedad, sacudida por tantas emociones, avanzó notablemente. La tuberculosis le destrozó los pulmones. En esas condiciones, una noche le sobrevino un fuerte ataque de hemoptisis, al cabo del cual perdió el conocimiento.
Un medico español, condolido por las desgracias acaecidas a aquella pobre familia, trataba inútilmente de reanimarla. Llamado de improviso por el Conde de Valmaseda, tuvo que abandonar la enferma. La madre, desde aquellos instantes, consternada y llorosa, se arrodilló junto al lecho en espera ¡terrible espera!- de que la vida tornase a la que parecía cadáver.
Pasaba el tiempo y su mirada, suplicante, indagadora, no se apartaba del rostro de su hija.
¡Suplicio horrible, superior a su corazón, mimado ya por todas las desgracias! Allí, de rodillas, bajo el peso abrumador de la angustia, atolondrada por la fatalidad, transcurriendo el tiempo, cayó herida por un dolor tan grande como su soledad, y abrazada al que creía cadáver de su hija, ¡quedo muerta!
Y así terminó la vida de Luz Vázquez, mártir sublime de la historia de Bayamo, e inspiradora de una de las más hermosas páginas musicales de nuestra vida colonial. |