Guije.com José de la Luz y Caballero en «Próceres» por Néstor Carbonel
  
José de la Luz y Caballero en «Próceres». Bandera de Cuba.

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La Habana

José de la Luz y Caballero
en Próceres
por Néstor Carbonel

José de la Luz y Caballero en «Próceres» por Néstor Carbonel.
José de la Luz y Caballero
“Nació el 11 de julio de 1800.”
“Murió el 22 de junio de 1862.”

“¡Tiempos ruines aquellos en que le tocó vivir, en que le tocó ser maestro y guía de la juventud cubana a José de la Luz y Caballero! Como quien pinta a brochazos, así el gobierno de la colonia trataba a los cubanos que no se le sometían. Era Cuba entonces un compuesto híbrido de humildades y arrogancias, de señorío y de pobreza. Con abuso de la credulidad y la autoridad, se ponían en práctica todos los absurdos en materia de religión y de política, a fin de ahogar el deseo de justicia. O se vivía sometido, o no se podía vivir. Atraer luz era un atentado; esparcirla, un crimen. Pero como a los que se deciden a servir a su país la maldad no los mella, ni el calabozo los infama, ni el cadalso los intimida, el viejo pensador, puro, sensible, melancólico, el viejo limpio y resplandeciente, supo, sin miedo, marcar rumbos, señalar caminos. La patria tuvo en él un apóstol: sus enseñanzas fueron medicinas; su colegio, vasto campamento donde podían retozar las almas que fuera de él estaban presas como en un bosque de sombras. De los labios secos de aquel hombre, que del mucho saber y del mucho sentir apenas tenía carnes, oyeron los niños y los jóvenes de aquella época como el decálogo de nuestros futuros deberes y como el prólogo del libro en que más tarde habían de suscribir, Céspedes primero y luego Martí, la fórmula definitiva de nuestra independencia.


“De la madre más que del padre vino José de la Luz. Nació en la Habana, y cuentan que sus primeros años se deslizaron apaciblemente, sosegadamente. Sus maestros, durante la niñez, fueron eclesiásticos. Por eso acaso acarició hasta su juventud la idea de abrazar la carrera del sacerdocio. Y si no la siguió, fue debido a que, consciente como era, sabía que en su tierra los sacerdotes tenían que estar sometidos a los caprichos de los que gobernaban, ya que el ministerio de la religión, como el de las leyes, en un país sin derecho y sin libertad, no era posible ejercitarlo si no se tenía el alma de rodillas. Cuando salió del seminario se puso a aprender por su cuenta, haciendo profundos estudios científicos y literarios. Nutrido de saber, emprendió viaje por los Estados Unidos, y luego por Inglaterra, Francia, Alemania e Italia. En Europa asistió como oyente a las clases de Cuvier y Michelet. Conocedor ya de los idiomas que en cada uno de esos países se hablaba, supo durante su permanencia en ellos perfeccionarse en el acento. El latín le era tan familiar como el español; y conocía bastante el griego.


“A su regreso de éste, el primer viaje, pensó en llevar a la realidad lo que había de ser en definitiva su santo apostolado: en fundar un colegio. No habían en Cuba entonces otros maestros que los frailes. Aparte alguna que otra escuelita sostenida por la Sociedad Económica, los únicos colegios eran los conventos. Acariciando esta idea publicó un libro para texto de lectura de las clases primarias, y luego redactó un informe sobre la creación de un instituto o escuela práctica de ciencias y lenguas vivas, cosa que no pasó de proyecto. Más tarde se hizo cargo de la dirección del colegio San Cristóbal, ya establecido, al mismo tiempo que daba clases en su domicilio. Cuando tuvo autorización para profesar públicamente filosofía, inauguró un curso libre, lo que le originó algunos disgustos y polémicas. Su sistema nervioso se quebrantó entonces, por lo que en busca de paz y salud se fue de nuevo para la populosa Europa.


“En París vivía sosegado, en un reposo absoluto, cuando llegó a sus oídos que con motivo de la supuesta conspiración de los negros, en 1844, un tribunal militar lo reclamaba como reo de atentado contra la seguridad del Estado. Esta noticia lo sacó de su tranquilidad. Sintiéndose inocente, ajeno por completo a aquello, resolvió al momento ponerse en camino para Cuba. Y así lo hizo. A la Habana volvió sereno a responder de los cargos que se le hacían. El general Leopollo O'Donnell, soldado violento y autoritario, para quien la ley era su voluntad, mandaba en Cuba como dueño y señor. Por su orden, Luz y Caballero debía ser reducido a prisión apenas desembarcara. No lo fue, en atención a que estaba enfermo; pero quedó prisionero dentro de su propio domicilio. Al año, cuando lo llamaron ante el consejo de guerra, su defensor, por encargo suyo, se concretó a decir que "Don José de la Luz y Caballero libraba su defensa en el mérito de los autos y la justificación del tribunal". Pocos meses después fue absuelto, junto con los demás que habían sido por la misma causa procesados. Cuando se le puso en libertad, ya había ocurrido el fusilamiento de Plácido y de tantos otros cubanos negros, víctimas de la comedia trágica a que para regodeo de las autoridades españolas -se había dado- vida. Gracias a la entereza de Luz y Caballero se aclararon situaciones y se disiparon un tanto las nubes que se cernían sobre el cielo de la patria.


“Pasados tres años de estos tristes sucesos, mejorado un tanto de los males que le aquejaban, puso en práctica la idea tanto tiempo acariciada: fundó un colegio, "escuela de pensamientos y virtudes". Dióle a ese colegio el nombre de El Salvador. Lo que fue ese plantel de educación, los cubanos todos lo saben. Allí, aunque sometidos al plan de estudio oficial, se hacían hombres, hombres de sentimientos generosos y sólido saber. Como educador, Don Pepe fue genial. Obra suya fueron los primeros puntales de la libertad y la república. De su lado salieron, como joyas de un troquel, los Sanguily, Piñeyro, Agramonte y tantos y tantos pensadores y héroes que supieron más tarde servir a la patria, sin miedo y con generosa grandeza.


“Creyente fervoroso, siempre, al salir el sol, oraba lleno de fe, rodeado de sus alumnos. De memoria recitaba el misal. Don Pepe era religioso, amaba a Dios, creía en él. Los versículos del Evangelio unas veces, y otras las epístolas de San Pablo, le sirvieron en más de una ocasión para disertar, lleno de ternura, acerca de moral. ¡Cuánta fe, cuánto amor, cuánta bondad brotaba de sus labios! Cuando su hija Luisa -pura como una azucena- murió, se le llenó el alma de una muy honda melancolía. Pero a ella supo sobreponerse. Luego, cuando perdió la madre, sí que se le vio morir, que se le veía morir. Y murió al fin. Tranquilo como un niño que se queda dormido, así dejó de existir aquel que, como si traspusiera el porvenir, pedía a sus cubanos, asociados y no amontonados; hermanos y no ciudadanos; aquel que deseaba, primero que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, no ya que se desplomaran las instituciones de los hombres, hasta las estrellas todas del firmamento...”



Más información sobre José de la Luz y Caballero
José de la Luz y Caballero en la Literatura Cubana presentada en Damisela.com


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Última Revisión: 1 de diciembre del 2010
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