“Hace quinientos años Génova y Venecia, dos repúblicas en tierras de lo que hoy es Italia, eran las naciones de más activo comercio en Europa. Sus buques recogían en las costas del Asia que dan al Mediterráneo las mercaderías procedentes de lugares tan lejanos como la India y China, y hasta del Japón y numerosas islas a tales países adyacentes.

“Por la época dicha en el párrafo anterior los turcos, pueblo de religión distinta a la seguida por la generalidad de los europeos se apoderó de las costas orientales del Mediterráneo, y sentó planta en la misma Europa, posesionándose de Constantinopla, ciudad situada junto a un estrecho, de muy pocos kilómetros de ancho, límite por esa parte con el Asia. Esta invasión de los turcos no permitió a los buques genoveses y venecianos, seguir recogiendo las mercaderías traídas por las caravanas desde el extremo oriente. De seguro que los comerciantes de ambos países pensarían en la posibilidad de encontrar otras rutas que suplieran a los caminos cerrados por los turcos.

“Además de Génova y Venecia había otras dos naciones en Europa que, aun antes de que los turcos cerraran a genoveses y venecianos el camino hacia el este, realizaban numerosas exploraciones por el Atlántico, el temido Mar Tenebroso de aquellos días. Esas naciones eran Portugal y España.

“Cuentan los que saben de estas cosas que por la época a que nos estamos refiriendo no era difícil encontrar en alguno de los muelles de Génova a un pequeñuelo de mirada inteligente y viva, y de cabeza hermosa. Sentado a solas sobre algún fardo de mercancías, o en el extremo de un poste, lugar de amarre de algún buque, fijaba la vista ensimismado en las azules aguas.

“¿En qué pensaba el niño cuando, al divisar en la lejanía un pabellón surgiendo de las aguas al extremo de un mástil, veía como éste se agrandaba y como, a la postre, tras el pabellón y el mástil, aparecía la cubierta de una nave, y por último su casco? ¿Y qué cuando la contemplación era la del buque que dejaba el litoral, cuyo casco se iba adelgazando hasta desaparecer, para hacerlo más tarde los mástiles y, por ultimo, el pabellón que flotaba en el tope del más alto de esos mástiles?

“A veces algo apartaba al niño de su mudo contemplar. Algún viejo marino que se sentaba a su lado para charlar un rato. ¿De qué lo harían? ¿Qué relatos tendría el viejo lobo marino para el pequeñuelo? ¿Le decía acaso del veneciano Marco Polo, que prisionero en una guerra de Génova y su patria estuvo muchos años en prisión, y escribió en ella un libro que narraba cosas interesantes de las tierras situadas mucho más allá de donde sale el sol y de las cuales regresara, tras una ausencia de 20 años, en 1295? ¿Repetiría el viejo marino la más extraña de las afirmaciones de Marco Polo, aquélla en que aseguraba que la India y la China estaban limitadas al este por un gran océano? ¿Y no agregaría el viejo narrador como algo de su propia cosecha la sospecha de que lo que parecían dos océanos, el Atlántico y el mar de que decía Marco Polo, no fueran en realidad más que las dos orillas de un mismo mar?

“Poco se sabe en realidad del niño de que hablamos, de tal modo que otros lugares de Europa le disputan su cuna a Génova. Llamábase Cristóbal Colón, nombre que el Padre Las Casas creyó le diera Dios en vista de su destino. ¿Nos dice el buen Padre que Cristóbal quiere decir traedor o llevador de Cristo, y que Colón significa poblador de nuevo? ¿Y no le trajo el Cristo a los indios, y dando a conocer a éstos el evangelio y los sacramentos no pobló con almas nuevas los cielos?

“Cristóbal Colón y Fontanerosa no era hijo de un marino y sí de un cardador de lana, oficio que consiste en quitar, desenredar y alisar la lana de las ovejas. Y si se discute el lugar de su nacimiento, sucede lo mismo con la fecha en que ocurriera, pudiendo situársele entre los años 1436 a 1444. Parece cierto que su afición al mar y sus estudios le hicieran en su temprana juventud un buen marino, de cuyos viajes diremos en la siguiente lección.”