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23 Marzo 1958
6 Abril 1958
2 Noviemnre 1958




“El Retorno de Bermejón”
“Cuento Cubano”

Presentamos el cuento cubano El Retorno de Bermejón lo más fiel posible a como aparece en la Bohemia publicada el 24 de Febrero del 1952; Año 44, Número 8. Muy interesante este cuento donde se puede ver el contraste de la migración aislada de otros tiempos y el éxodo político cubano en masas del presente. El recibimiento, la acogida, el desenvolvimiento de los eventos, bueno, no es un cuento para disfrutar pero sí para comparar la diferencia tan grande de la imaginación con la realidad. Del frustrado (el escritor) con el realizado (el protagonista del cuento), aunque el vocabulario empleado es muy atractivo y apropiado.






por Marcelo Salinas
Dibujos de Marcelo
“La patria está donde se ama, la familia donde se es amado”.

El Retorno de Bermejón

No se llamaba así, desde luego. Se llamaba Domingo García, un nombre de cristiano; pero aquello de “Bermejón” no se lo quitaba nadie. Era la única herencia del padre. Un mote cuya historia no estaba muy limpia. Cosas de pueblo chico: En cierta ocasión el “viejo” casi siempre a medio palo y nunca corto de manos para lo que hallara mal puesto, se vio enredado en la desaparición sospechosa de un buey y cuando llevado ante el juez hubo de referirse al color del animal, por no dar señas enteramente exactas sin dejar de servir a la verdad, dijo que era “bermejón”, ganándose el sobrenombre para él y para el hijo. “Bermejón” le quedó hasta la muerte, y “Bermejón” le tocó a Domingo, sin que valieran a borrárselo las mentadas de madre y las pedreas cuando muchacho; ya de hombre, las fajazones en toda forma.

“Bermejón”... De tal forma le molestaba oírse llamar así que un buen día, viéndose solo y viéndose a pique de ir a parar en la cárcel por una locura que le haría cometer cualquiera de los muchos malcriados que le hostigaban, decidió marcharse, dejar para siempre aquellas tierras de San Luis del Pinar e ir mundo arriba, adonde cayera con tal de no ser conocido por nadie.

Tenía diecinueve años y era fuerte, pese a las muchas hambres y a las mayores desnudeces sufridas. Sabía leer y escribir y estaba dispuesto a sacar polvo de la humedad, si era preciso, antes que verse obligado a soportar eternamente burlas y provocaciones...

Se fue sin que San Luis del Pinar se enterara, sin que su ausencia se notara en parte alguna de la comarca. Sólo el negro Nicolás, el hijo del pocero, se extrañó de no encontrarlo en los sitios acostumbrados y pensó en si le habría sucedido alguna desgracia; pero Nicolás tenia otras muchas cosas en que pensar y pronto lo echó en olvido. Ya, desde entonces, únicamente muy de tarde en tarde alguien, al repasar la nomenclatura de los alias locales, solía exclamar:

-¡Hombre!, ¿y “Bermejón”? ¿Qué se habrá hecho de él?

A lo que, generalmente, el interpelado u otro cualquiera, contestaba:

-¡Por ahí...; de habitante!

Entretanto “Bermejón” caminaba mucho. De acá para allá sin rumbo fijo, pegando tropezones, recibiendo topetazos y cobrando experiencia, daba la vuelta al mundo, con paradas largas o cortas, según le forzara la vida.

Y así, pasando a través del tiempo o el tiempo traspasándolo a él, Domingo García llegó a establecerse en una ciudad del Oeste americano, llegó a enriquecerse y llegó a ser “Mister García”, respetable ciudadano con buena fama y buenas relaciones.

Se casó. Quedó viudo. Se volvió a casar y la mujer lo abandonó, cargando con algunos miles de dólares. Ni tuvo hijo ni pudo, con su cuarto de millón perfectamente saneado, evitarse los achaques de sus sesenta y dos y evitar el aburrirse totalmente a la hora en que le iba pesando el negocio tanto como los años.

Entonces, ya reposado, sin tener adonde ir ni desear ir a parte alguna, sintió que le ganaba la nostalgia del terruño: un dulce y poderoso anhelo de ver nuevamente todo aquello tan largamente abandonado: la casita ruinosa donde murieran sus padres, las calles polvorientas por donde correteara descalzo y hambriento, el charcón de lluvia donde se bañaban los muchachos del barrio, el terreno yermo que les servia para jugar a la pelota, el guayabal de donde cien veces se vio forzado a escapar huyendo a los guardias y la casona misteriosa, siempre cerrada, de grandes puertas oscuras, sobre cuyas tapias crecía la yerba y desde cuyos patios la gente veía salir fantasmas...

Su primer impulso fue salir de viaje inmediatamente, volver en seguida allá de donde faltaba hacía tantos años. Le duró poco el arrechucho y continuó la vida regular y tediosa de su oficina, sus comidas orilladas por el frasco de las gotas, sus visitas periódicas al médico, sus paseos higiénicos por el bosque doméstico de la ciudad...

Hasta que un día, a mediados de diciembre, no podría él decir con ocasión de que, las imágenes del pasado remoto volvieron a su memoria, envueltas en la penumbra encantadora de lo que fue: ¡ah!, las largas jornadas por los potreros empastados de crujiente espartillo, el penetrante perfume de los cedros recién cortados, el hechizo de los aguinaldos cubriendo las viejas cercas de piedra...

¡Y llegaba la Nochebuena! La nochebuena que colmaba las bodegas de golosinas exóticas, que llenaba el ambiente con el apetitoso aroma del lechón asado, que reunía alrededor de la mesa familiar a los ausentes y descarriados...

Iría, seguramente por última vez, a gozar todo aquello, a sumergirse en las escenas de sus días más felices.

¿Sus negocios...? Por fin iba a librarse de ellos, aunque fuera por poco tiempo; iba a dejarlos marchar por si solos.

Sin más tomó pasaje en un avión, y el 23 por la mañana, tras catorce horas de vuelo, puso el pie en la patria.

¡Qué inefable emoción la suya! En todo el trayecto desde el aeródromo a la capital, sus ojos, ensanchándose ansiosamente tras los gruesos cristales de los espejuelos, no se cansaban de contemplar el paisaje: las tierras quebradas por donde corrían regatos de agua clara, las arboledas junto a las casas de negruzca techumbre, las ceibas gigantes, los algarrobos poderosos y, por todas partes, agrupadas a las orillas de les arroyos, esparcidas por los potreros, coronando las lejanas lomas, palmas, palmas, meciendo el tendido abanico de sus pencas. Sobre todo aquello: el sol, limpio y brillante.

Al dejar el auto a la .puerta del hotel donde habría de alojarse, encargó al chofer volviera al otro día temprano, muy temprano; saldrán inmediatamente para San Luis del Pinar.

Y el chofer lo encontró dispuesto, esperándolo desde hacía rato, poco después de aclarar; a eso de las seis.

No tuvo ahora ojos para cosa alguna, ni pensamiento que no fuera para la llegada, para el momento dichoso de franquear los umbrales de San Luís. La hora y media escasa echada desde la capital allá le pareció un siglo, y cuando reconoció las cercanías (la alcantarilla sobre el arroyo, el callejón que se internara rumbo a la sitiería, la vieja casa de les peones camineros) el corazón le latió hasta dolerle.

¡Ah!... Pero, ¿qué pueblo era este de cemento recién levantado, de asfalto en las calles, de tendido eléctrico por sobre los aleros...?

Asomaba la cabeza buscando algo (una casa, una bodega) que poder identificar...! ¡Todo estaba cambiado! Todo, hasta la vetusta iglesia, cuyas torres se le antojaron siempre de inmensa altura, ostentaba ahora un frondoso jardín en su frente y quedaba encerrada, por uno de sus costados, dentro de dos fabricaciones modernas...

-Por ahí, dobla por la calle Real.

El chofer se detuvo, dudando:

-¿La calle Real?... Una placa empotrada en la esquina frontera, mostraba, en caracteres disparejos el nombre de un personaje histórico.

Titubeó a su vez García:

-Bueno, si... antes era Real.

Y alcanzando a ver el edificio del Ayuntamiento (uno de los pocos conservados como lo dejara), agregó en tono convencido:

-Sí, ésta es. Sigue.

Y por aquella calle, a poco andar, pararon frente al mejor café de la población: el inevitable “Louvre” de los pueblos del interior.

Sin embargo, este “Louvre” no era el “Louvre” de sus tiempos: remozado, dispuesto a modo de barra, con banquetas giratorias a lo largo del mostrador, carecía de las mesas de mármol alrededor de las cuales viera sentarse, cuando muchacho, a los notables de la localidad. Hasta faltaba lo principal: el barquito de velas desplegadas que durante largos años lució en lo alto del anaquel, debajo del pesado reloj número ocho.

Pagó al chofer, después de invitarlo a una copa y quedó solo, retrepado en uno de aquellos asientos horribles, sorbiendo lentamente su vaso de café con leche.

Entraron a poco dos olientes, que ocuparon asiento junto a él. Eran jóvenes. No podían ser de su tiempo. Tal vez hijo de algún conocido. Pero no: venían bien vestidos, hablaban de negocios... Seguramente pertenecían a una de las buenas familias de la vecindad; a una de aquellas casas donde muchas veces le dieron las sobras del pan o la comida, sin que jamás le brindaran la menor acogida.

A estos no les preguntaría nada.

Ni tampoco a otro, ya viejo, que llego después y a quien el dependiente tratara con marcada distinción. No, ni una palabra: la vergüenza del pasado humillante pesaba en su ánimo, acobardándolo.

Luego de abonar lo consumido, dando una buena propina al mozo, salió rumbo al parque, que sabía cercano. Mucho había retozado en él, a la sombra de sus copudos laureles: era todo grandes cuadriláteros de yerba fina, protegida por setos enanos; calles de arena bordeadas por álamos desmochados.

Adelante por una de esas calles, fue hasta donde se hallaran sentados dos hombres en mangas de camisa. Eran hombres de pueblo, de trabajo, con quienes entablo conversación fácilmente.

Pero muy poco pudieron informarle de las personas y cosas porque indagara, eran de fuera, llevaran solo algunos años viviendo allí.

Empero uno de ellos conocía un Nicolás que, probablemente, era el mismo que buscaba García: era negro y de más o menos la edad indicada. Ahora que no trabajaba de pocero: era herrador. Su establecimiento estaba cerca, cómo a dos cuadras hacía abajo.

Yendo en la dirección que le fuera dicha, pronto estuvo García en el taller: un portalón abierto, con una fragua al medio y, a la entrada un extraño armatoste de madera destinado a herrar bueyes. En aquel momento, Nicolás (un hombre fornido, de bigote cano y revuelta melena rizada) herraba las patas traseras a un hermoso caballo dorado. Mientras el ayudante cuidara de mantener inmóvil al animal, Nicolás emparejaba el casco sirviéndose del afilado pujante, clavara las herraduras sin herir la carne y alisara la cereza de los clavos, a golpes de escofina. Subía del casco chamuscado un acre tufo que agradara al visitante, recordándole su época de muchacho, cuando hizo de aguantapatas, y contemplara la escena complacido. El herrador no se preocupara de su presencia, porque no eran pocos los que se detenían a verlo trabajar. Acabo su faena; desato la bestia y la entrego al ayudante para que la llevara al dueño. Entonces saludo al desconocido y, sin decirle más palabras que las del saludo, se quito el mandil de cuero que sujetara de los hombros y fue a lavarse las manos en una tina donde enfriara las herraduras. García lo llamo desde donde estaba:

-Oiga, maestro.

Volvió la cabeza el herrador:

-¿Diga...? -Y vino, sacudiéndose el agua de las manos.

-¿Lleva mucho tiempo en este trabajo?

Nicolás pensó en sí sería un compañero de oficio; en seguida reparando en lo enteco de su cuerpo, en su traje elegante y sus manos cuidadas, desecho tal pensamiento:

-Unos treinta años -contesto.

El visitante esbozo una sonrisa.

-Porque, cuando yo lo conocí. Usted era pocero, como su padre.

Tuvo el negro un gesto de sorpresa:

-¿Qué usted me conoció...? Sí, efectivamente: yo fui pocero. Y... ¿quién es usted?

-Mire, a, ver si me recuerda...

Quedose Nicolás mirando con fijeza a su interlocutor, mientras movía la cabeza negativamente:

-No, la verdad...

-Domingo García...

-¿Domingo García...? Domi...

Hubo en los ojos del negro un fulgor de triunfo. Alzo los brazos y lanzo un grito.

-¡¡Bermejón!!

-Sí, “Bermejón”.

Por un momento quedaron ambos paralizados. Después se abrazaron efusivamente, mientras hablaban a la vez, queriendo decírselo todo de un tirón:

-Mira que tu... Tantos años!

-Cuarenta y dos.

Ya serenos y como llegara el ayudante de vuelta de su recado, Nicolás, propuso:

-Vamos hasta casa. Estamos solos mí mujer y yo, porque la hija está casada y el hijo no se por donde anda. Vivo aquí mismo, al doblar la esquina...

Llegaron, según dijera Nicolás, en un saltico y después de las presentaciones, cuando bebieron un poco de café y el herrador se lavo y cambio de ropa, salieron a dar una vueltecita.

En la puerta, al ponerse en camino, Nicolás propuso:

-Desde luego, almorzarás con nosotros, ¿eh?

-No, más vale que almuerce en la fonda: ya va siendo tarde y sería darle trabajo a la mujer.

Nicolás no insistió:

-Bueno; pero a la noche cenas allá...

Y notando titubeo en Domingo, agrego:

-Seremos muy pocos. Tres: la mujer, tú y yo. Si acaso, se aparecerán luego dos o tres, a beber un trago...

Quedaron en ello: en cenar juntos, y emprendieron el paseo.

Recorriendo el pueblo, iba García confirmando su desilusión, su desencanto: casi nada existía ya de lo que dejara: en las cuatro décadas transcurridas, la transformación de San Luís del Pinar había sido completa crecido hasta comprender ahora lo que antes eran suburbios, barrios de guano, el viejo pueblecito tenía al presente, ínfulas de ciudad: establecimientos lujosos, casas de varios pisos, anuncios lumínicos, una plaza de mercado donde se amontonaran, para la fiesta pascual, las frutas y los turrones; donde las jaulas de aves y los corrales de cerdos llenaran el patio... Ni pregones de buñuelos por las calles ni mesitas de lechón en las esquinas.

Nicolás mostrara todo eso con orgullo. El repatriado le oía con una triste sonrisa.

-Sí, era verdad; pero yo venía buscando lo otro...

A eso de las dos se despidieron hasta la noche, en la puerta de la fonda. Nicolás quiso ir a su casa porque la vieja lo esperaba.

A las nueve habían terminado de cenar. La cena fue tranquila, casi triste, porque García, a quien las emociones de la jornada habían agravado su dispepsia, aparecía ensimismado, melancólico. Ni el embullo visto por las calles ni la perspectiva que le brindara Nicolás de ir a un pueblecito vecino, donde celebraban el nacimiento de Cristo con carrozas, fuegos artificiales y músicas en las plazas, bastaron a disipar su desabrimiento: hasta las atenciones de Nicolás y su esposa le molestaban, con saberlas sinceras.


El Retorno de Bermejón

Cuando estaban por el café, tocaron a la puerta. La mujer acudió a la llamada y entraron con grande alboroto, dejando ver su borrachera con manotazos y palabrotas, dos tipos estrafalarios: dos hombres bajetones, viejos y mal trajeados. Uno era blanco y pecoso, el otro cetrino y arrugado como un mono. Ambos pidieron de beber a grandes voces:

-¡Ey!, ¿que pasa, Venemos a darnos unos cuantos palos...

-¡Vaya!, ¿dónde tienes el vino?

Adelantaron hasta la mesa. Se sirvieron sendos vasos y, luego de beber, chasqueando la lengua, el pecoso señaló a García:

-¿Y este figurín de onde salió?

Nicolás quiso evitar pasara aquello a mayores:

-¿Pero, tu no te acuerdas, “Colorao”, d'éste? ¿Ni tu tampoco, Merejo?

Los interpelados hicieron un ligero esfuerzo, como queriendo serenarse y se acercaron al extraño, mirándolo de arriba abajo:

-Bueno, -barbotó el “Colorao”, yo no veo sino un viejo flaco, que por el traje, parece que tiene guano.

-Y yo igual. No sé que pata puso ese güevo- completó Merejo.

García, visiblemente molesto, se echaba hacía atrás en el taburete, huyendo al vaho alcohólico que le soplaba casi en pleno rostro. Nuevamente intervino el herrador:

-Vamos, caballeros... apártense.

Fue García quien se apartó, poniéndose de pié. La mujer de Nicolás, irritada por la conducta de los intrusos, quiso despedirlos:

-Diles que se vayan de una vez: aquí estamos tranquilos...

Le cortó la palabra el marido.

-No, déjalos. Es que no lo han conocido.

Y agarrando por un brazo al “Colorao”, que era el más encimado al visitante, lo separó de un alón.

-Es un compañero de la infancia, Te tienes que acordar... Domingo García...

Vio que ninguno de los dos daba muestras de reconocerlo y hubo de agregar:

-Sí ha jugao con tos nosotros. Lo que, siempre, le decíamos el nombrete... “Bermejón”.

Merejo no pudo ni quiso recordar. El “Colorao” frunció los ojos, se hurgó el oído con la punta del meñique y, tras esas señales de perplejidad, pareció ir atando recuerdos:

-Hombre... éste.. sí... ¿Qué al padre le decían igual?

Repentinamente se hizo luz en su cerebro embotado:

-¿Cómo no, hombre? “Bermejon”, ¡lo más que conozco! Se hipando con ternura de borracho quiso abalanzarse sobre el antiguo camarada de correrías infantiles:

-¡Venga un abrazo ¡mira que...

“Bermejón”! Las veces que lo h'etrañao. García retrocedió, asqueado por el hedor de aquel cuerpo sucio, de aquel hálito alcohólico que le envolvía. Este movimiento defensivo fue para el borracho, un desprecio, un insulto:

-¿Cómo? ¿Te has vuelto orgulloso porque andas limpio? Acuérdate de las muchas sobras que recogiste... Te podrás dar tono allá, donde no te conocen...

Merejo sonreía, babeando, mientras aprobaba con signos afirmativos de cabeza aquella rociada insultante; Nicolás y su esposa quedaron atónitos ante la inesperada agresión, el insultado retrocedió un poco más y quiso decir algo, sin poder hacerlo. Se había puesto muy pálido y le temblaban las manos y los labios.

Su ofensor fue a proseguir, levantando la voz:

-Yo soy un borracho, cómo lo era tu padre... y tú no eres sino lo qu'eres: “Bermejón” ahora y “Bermejón”...

No pudo seguir: arrebatado por súbita cólera, Nicolás con un manotazo lo hizo apartarse de García, y a empujones lo llevó hasta afuera, volviendo para arrojar al otro:

-¡Borrachos! ¡Sinvergüenzas!... ¡Abusadores!

Cerró con un portazo y vino donde se hallaba como petrificado, su viejo amigo:

-Ya está, los bote... ¡Canallas! Ven siéntate y serénate.

García no le obedeció ni pareció oírle:

-¡Parece mentira! ¡Parece mentira! -pudo sólo murmurar con voz cortada por los sollozos.

El negro, conmovido, le pasó un brazo por la espalda.

-No les hagas caso. Son dos borrachos indecentes. Cálmate y después saldremos para donde te dije.

Tuvo el cuitado una dolorosa sonrisa:

-No, me voy. Por ahí, por donde sea, alquilare un auto hasta la Habana.

Se arregló el saco y la corbata, cogió el sombrero y sacando de la cartera un grueso puñado de billetes, los puso sobre la mesa:

-Con esto puedes comprarte una casita.

Y viendo que Nicolás se disponía a acompañarlo, le detuvo con gesto decisivo:

-Déjame ir solo...; solo! Adiós.

Salió precipitadamente a la calle bañada de luna, por donde pasaban escasos transeúntes y basta donde llegaban las risas y los cantos con que se celebraba, en las casas, la Navidad. El viento frío le hizo levantarse el cuello del saco y calarse el sombrero hasta los ojos mientras seguía adelante sin rumbo cierto, pensando sólo en irse, en escapar de allí lo más pronto posible...

Al otro día, en el primer avión, emprendía retorno al Norte: a ser de nuevo y hasta la muerte, el respetado “Mister García” de buenas costumbres y buenas amistades.

Al partir, mientras los demás pasajeros apretaban la cara contra los cristales de las ventanillas y agitaban los pañuelos despidiéndose de amigos y familiares, el abrió un libro y se puso a leer para hacer menos largo el viaje.






| Publicación del 24 de Febrero del 1952 | Revista Bohemia |
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Última Revisión: 1 de Mayo del 2004
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