De nuevo, el tema de la discriminación racial está sobre el tapete, aunque, por fortuna no ya con estridencias denunciadoras -que más sirven casi siempre para enconarlo que para resolverlo- sino con ánimo de positiva superación. Hace algún tiempo, en efecto, la Cámara de Representantes votó un proyecto de ley encaminado hacia la solución del viejo problema, en el cual, con harta razón, se ve una rémora para la integridad nacional. Y ultimamente el Ejecutivo dictó un decreto ordenando la participación de empleados de color en el personal de les comercios, no sin diligenciar previamente la cooperación de algunas de las principales tiendas habaneras.
Con este motivo, parece haberse convocado a una mesa redonda al efecto de estudiar esa cuestión, o, como dice una carta que tengo a la vista, “para el normal encauce de la ley que se aprobó en la Cámara de Representantes contra la discriminación racial”. En esta carta se me invita a cooperar a ese estudio desde la prensa. Me permitiré citar un párrafo de la carta: “Toda Cuba conoce -dice la doctora Margarita Redonet que es quien me la escribe- cuanto afán manifestó usted por el artículo setenta y cuatro de la Constitución de 1940, y toda Cuba sabe también cuantas veces se ha manifestado usted en favor de la integración nacional, consciente de que ese es el más positivo esfuerzo que todos los cubanos pueden realizar para el logro del adecentamiento de las costumbres de nuestro país”.
Ninguno de eses asertos es inexacto. Colaboré mucho, en efecto, como constituyente en la Asamblea del 40 a que ese artículo tuviese cabida en nuestra Carta fundamental. Por cierto, que para la redacción de él me asistí -fuera de aquel ámbito deliberativo- de mi compañero y amigo el doctor Pastor Albear Friol. Se trataba de redactar un texto que no fuese meramente “musical”, como entonces se decía; que no fuese meramente teórico y que, sin embargo, no incurriese en preceptuaciones de tipo rígidamente impositivo, de las que pretendían darle al problema una solución mecánica o aritmética que a mí me parecía ínsaludable y más deprimente aun para el negro arte el problema mismo que se trataba de resolver. Y ese criterio prevaleció.
Por lo demás, no será ocioso tampoco recordar que mi interés por esta grave y delicada cuestión data ya de hace muchos años. En 1931, época en que ella estaba muy marginada, muy rodeada de discretos silencios, sostuve todo un largo diálogo sobre el tema con el eminente escritor Gustavo Urrutia escribiendo ambos en el “Diario de la Marina”. Pensaba yo entonces, como sigo pensando, que la gran tarea de la República era llegar a integrar el hecho nacional, del cual no tenía más que la vocación. la consigna, los ideales formulados por sus precursores y sus fundadores; que el hecho nacional es, esencialmente, un hecho de solidaridad, de comunidad de recuerdos, valores y propósitos, y que la discriminación étnica, no sólo constituía una mácula humana y democrática, y en el caso cubano una ingratitud histórica, sino que, además, mantenía en Cuba un estado de tensiones psicológicas y de desajustes económicos y sociales que conspiraban sutilmente contra la realización de aquel designio nacional.
A pesar de haber divulgado mucho estos criterios, nunca tuve gran suerte en la exposición de ellos -como recordará el que tenga buena memoria de cosas publicadas en esta misma revista. Pues ocurre, por una parte, que el tema es de les más espinosos, de los que suelen hallar frente a sí una sensibilidad en carne viva, menos apta para recibir modulaciones responsables que actitudes tajantes; y por otra parte sucede también que soy escritor poco dado a simplismos y demagogias. Sí las cuestiones se pueden resolver por modos simples no son realmente problemas. Y lo primero que hay que hacer al enfrentarse con una cuestión como ésta es reconocerle su dificultad, su carácter problemático. De ahí que mis “soluciones”, respondiendo como respondían a planteamientos que me parecían atenidos a los dates de nuestra realidad, tuviesen siempre la mala suerte de parecer tibias y hasta contrarías al noble empeño que las inspiraba.
Resolví, pues, no volver a tratar de un asunto que tan expuesto me dejaba siempre a la tergiversación y al descontento. Pero esta deserción tiene, como todas, mucho de cobardía. Y heme aquí acogiendo, para bien o para mal, la instancia que se me hace a colaborar de nuevo en esta ventilación, que sigue siendo fundamental para Cuba, y tanto más urgente hoy en que la República se dispone a celebrar sus primeros cincuenta años, con toda la exigencia de madurez que ello supone.
Eso de la “integridad nacional” -digo- no es una mera frase. Es el gran desideratum a que todos nuestros esfuerzos han de encaminarse. Cuba no será nación cabal, realidad de nación, mientras haya, entre otras cosas, resentimientos que vician o estorban la comunidad de los sentimientos; mientras padezca de tensiones internas que la merman su solidaridad; mientras determinadas porciones de su pueblo tengan menos oportunidades que otras de dignificar su vida y de contribuir a la suma de los bienes colectivos. Y eso es precisamente lo que todavía ocurre con la parte negra de su población. Martí vio muy claro, como siempre, el menester cubano cuando hizo de la confraternidad étnica uno de los pilares de su programa histórico. - No fue el suyo un gesto “político”, destinado sólo a movilizar al negro para la revolución; fue la certidumbre de que la República tenía que hacerse, como decía su gran formula, no solo “con todos”, sino igualmente “para el bien de todos”. Fue la convicción de que un pueblo no puede alcanzar vida histórica sana mientras lleve un cáncer o un quiste en las entrañas.
Las revoluciones emancipadoras curaron tal vez el cáncer; pero el quiste perdura. El negro no se siente integrado en el organismo colectivo; no siente que todos los jugos de la comunidad independiente le beneficien a el, a pesar de lo mucho que contribuyó a independizarla. Cuando esa queja se declara, cosa que a veces en tono de impaciente protesta, suele salírsele al paso diciendo que en Cuba nadie le tiene hostilidad ni prevención al negro, como en el Sur de los Estados Unidos; que en la política y en las actividades oficiales del país participa o puede participar como cualquier otro ciudadano. Y ello es en buena medida cierto. Solo que reduce las circunstancias a términos burdos, y la superación misma que el hombre de color ha alcanzado entre nosotros le ha vuelto sensible a más delicados y sutiles valores.
No; no solo no existe la discriminación burda en la mayor parte de las esferas de la vida cubana, sino que hasta ha prosperado, como se sabe, todo un repertorio de halagos al negro. Se ha hecho justicia a sus grandes motivos de orgullo legítimo; Maceo fue reconocido cono el brazo heroico, por antonomasia, de la Revolución; Juan Gualberto como un prócer de la República; el primer Senado, si no recuerdo mal, dio su presidencia a Morúa Delgado; el monumento más importante que en La Habana hay es al Titán de Bronce; la única matrona cubana que ha sido igualmente honrada es Mariana Grajales. De la justicia en la honra, se ha pasado y se pasa a menudo al halago demagógico, o a cierto aparencialismo de justicia, como cuando se procura siempre poner un negro en el gabinete, o en la dirección ostensible de un partido.
Mas por lo bajo de toda esta honra y de esta diplomacia, la discrinacion existe. Puntualizar todas sus manifestaciones sutiles llevaría mucho espacio, y no estaría de más que fuesen las propias víctimas de ella quienes lo hiciesen, como alguna vez le recomendé a Gustavo Urrutia; pues para tomar clara conciencia de las cosas de que solo estamos vagamente conscientes, hay que ponerlas, a veces, por escrito. No todas son formas muy “sutiles” de discriminación. No lo es, por ejemplo, la de tipo economico. Para nadie es un secreto que, en igualdad de aptitud, ciertas actividades lucrativas se le ofrecen con mucha más facilidad al blanco que al negro, y algunas hay que a éste no se le ofrecen en absoluto. De esta suerte, ya sea, por preferencia o por exclusión, la población negra de Cuba se ve obligada a niveles subordinados de vida que ya de por sí significan ámbitos sociales impropicios a la superación. El solar engendra el solar.
Sería manifiesta ceguera o hipocresía, pues, negar la existencia del problema. Lo que se discute no es existencia, sino su solución más inteligente. Y aquí es donde la cuestión se torna delicadísima, porque, como dice en uno de sus libros Madariaga, antes pensábamos que lo económico era lo que estaba en la base de lo social, pero hoy ya sabemos que por debajo de lo económico está lo psicológico. Y las cuestiones de psicología son casi siempre cuestiones “delicadas” que hay que resolver... psicológicamente.
¿A qué motivaciones psicológicas pues, responde la discriminación general, y en particular la económica? Ese es el terreno al cual he querido siempre llevar el problema -no al político, no al gubernativo, no al puramente moral, en que nada realmente se esclarece. Porque la injusticia misma, más que de valoraciones abstractas, depende, por supuesto, de impulsos psicológicos. A motivarla en el caso que estudiamos concurre una pluralidad de resabios, de prejuicios, de hábitos: residuos de la tradición esclavista, por la cual el blanco cobró engreimiento de clase “ama” y se habituó a mirar al hombre de color como servil; resabios de la vanidad cultural que engendró la tesis de la superioridad espiritual de unas razas sobre otras; motivaciones, en fin, de orden biológico-estético, asentadas en la tendencia, que toda raza tiene a suponer que ella es la norma física, el patrón ideal de lo humano, la encarnación más bella del hombre. Estas ideas, o más bien, estas pseudo-ideas, se han arraigado profundamente en las zonas blancas por el hecho mismo de que, en los últimos siglos, ellas han dado el acento de la civilización, aunque no, tal vez de la cultura... En China, por ejemplo -léase a Lin Yu Tang- se piensa muy de otra manera.
La discriminación nace de esas profundas raíces. No es una malignidad voluntaria, deliberada, por así decir: es el producto de un largo hábito de valoraciones inconscientes, o semiconscientes, que cuesta tanto más trabajo desterrar cuanto más se asiste de otras motivaciones de orden económico o político, de ciertos mecanismos egoístas propios de la especie humana en general. Enfocar así el problema no es ningún recurso para cancelar responsabilidades, ni mucho menos para cohonestarlo. Pero sí creo que contribuye a que no se tome pie en él para enconos ciegos y estériles. A su modo, el blanco también es víctima de la indiscriminación que practica, en el sentido de que ella no resulta de su “viveza”, sino de su ceguera, y también en el sentido de que a la larga le perjudica.
Ese planteamiento tiene también la ventaja de que sugiere las vías por las cuales el problema debe ser resuelto. No conduce, como pudiera pensarse, a la conclusión de que lo que hay que hacer es sólo: “predicarle” al blanco. Claro que las prédicas siempre tienen alguna utilidad, pues cuando se siembra ideas justas, muchas veces se cosechan deseos, y los deseos forman los hábitos, y les hábitos las actitudes. Pero cuando se trata de actitudes originariamente irracionales, las ideas suelen poder muy poco. En alguna medida hay que instaurar nueves hábitos por la fuerza. Pero ¿hasta dónde debe llegar esa imposición?, o mejor dicho ¿cuáles deben ser los modos y ritmos de ella? Este es el lado práctico del problema, y exige tan cuidadosa discusión que prefiero dejarla para otro artículo. |