Rubén Darío es uno de los grandes poetas de habla española. Se impuso en Madrid, en Chile y en Buenos Aires. Y, bohemio al fin, “montó el potro sin freno” de los placeres. Se rodeó de gente culta, sobre todo literaria, que lo admiró y lo aplaudió. Vivió a tutiplén el ambiente de “las barras”, donde borrachines de genio -y otros sin genio-, derrochan energías y malgastan alcohol, ¡tan útil para los motores! De ahí que su Autobiografía posen el encanto de una vida exprimida en las alturas y en los bajos fondos. Hojeando el libro hallamos en la página 142, como el gran poeta conoció al Apóstol de la independencia de Cuba. Ahora que se cumple un aniversarío más del natalicio de Martí, este es el bello homenaje que le rendimos. He aquí los párrafos de Darío:
“Me hospedé en un hotel español, llamado el hotel “América;” y de allí se esparció en la colonia hispano-americana de la imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fue el primero en visitarme un joven cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada, y es hoy ministro de Cuba en Berlín. Su larga actuación panamericana es harto conocida. Me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en casa del famoso “restaurateur” Martín, y que el “maestro” deseaba verme cuanto antes. El maestro era José Martí, que se encontraba en esos momentos en lo más arduo de su labor revolucionaria. Agregó asimismo Gonzalo, que Martí me esperaba esa noche en Hartmand Hall, en donde tenía que pronunciar un discurso ante una asamblea de cubanos, para que fuéramos a verle juntos. Yo admiraba altamente el vigor genial de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispano-americanos, como “La Opinión Nacional”, de Caracas, “El Partido Liberal”, de México y, sobre todo, “La Nación”, de Buenos Aires. Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas, y modernas; y sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta. Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo, y que me decía esta única palabra: ¡Hijo!
Era la hora ya de aparecer ante el público, y me rogó que yo debía acompañarle en la mesa directiva; y cuando me di cuenta, después de una rápida presentación a algunas personas, me encontré con ellas y con Martí en un estrado, frente al numeroso público que me saludaba con un aplauso simpático. Y yo pensaba en lo que diría el gobierno colombiano, de su cónsul general sentado en público, en una mesa directiva revolucionaria anti española. Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido acusado, no tengo presente ya si de negligencia, o de precipitación, en no se cual movimiento de invasión a Cuba. Es el caso, que el núcleo de la colonia le era en aquellos momentos contrario; mas aquel orador sorprendente tenía recursos extraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos que conocían al poeta, hizo de mí una presentación ornada de las mejores galas de su estilo. Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como ya tenía ganado a su público, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo y aquel auditorio, antes hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente.
Concluido el discurso, salimos a la calle. No bien hablamos andado algunos pasos, cuando oí que alguien le llamaba: “¡Don Jose: “;Don José!” Era un negro obrero que se le acercaba humilde y cariñoso. “Aquí le traigo este recuerdito”, le dijo. Y entregó una lapicera de plata. “Vea usted, me observó Martí, el cariño de estos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria!” Luego fuimos a tomar el te a casa de una amiga, dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba mucho en sus trabajos de revolucionario.
Allí escuché por largo tiempo su conversación. Nunca he encontrado ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables; luego me despedí. El tenía que partir esa misma noche para Tampa, con objeto de arreglar no se que precisas disposiciones de organización. No le volví a ver más.
Como él no pudo presidir el banquete que debían darme los cubanos, delegó su representación en el general venezolano Nicanor Bolet Peraza, escritor y orador diserto y elocuente. Al banquete asistieron muchos cubanos prominentes, entre ellos Benjamín Guerra, Ponce de León, el doctor Miranda y otros. Bolet Peraza pronunció una bella arenga y Gonzalo de Quesada una de sus resonantes y ardorosas oraciones. Al día siguiente tomamos el tren, Gonzalo y yo, pues mi deseo era conocer la catarata del Niágara, antes de partir para París y Buenos Aires. Mi impresión ante la maravilla confieso que fue menor de lo que hubiera podido imaginar. Aunque el portento se impone, la mente se representa con creces lo que en la realidad no tiene tan fantásticas proporciones. Sin embargo, me sentí conmovido ante el prodigio natural, y no dejé de recordar los versos de José Maria Heredia, el de castellana lengua.
Retornamos a Nueva York y tomé el vapor para Francia...” |