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¡La alucinada de “Vega Palmarito”!...

Este artículo es verídico y una de las historias más horribles que hemos leído. NO recomendamos leerlo. Pero tal vez ayude a algunos de nosotros a dar gracias por lo dichoso que somos y le conmueva a obsequiar una oración por aquellos que tanto padecen.


Este artículo comienza en la página 38
de la edición de Bohemia, Cuba, del 23 de Julio de 1944

¡Jamás, ni con el pensamiento he tratado de inquirir porque la vida me había maltratado tan cruel y amargamente! - afirma el ciego Abelardo a nuestro compañero José quilez Vicente.

POR UNA VEZ y sin que sirva de precedente, hagamos un alto en el camino para rechazar con toda cortesanía esos tardíos aspavientos, con que algunos espíritus mojigatos -¡muy pocos por fortuna!- han acogido este amargo y alucinante reportaje del niño a quien su madre arrancó los ojos enloquecida por la superstición que unas prácticas de absurdo espiritismo transformaron su cerebro primitivo impulsándola a perpetrar tan monstruoso sacrilegio...

¡No es con la complicidad del silencio de todos, como habrá de extirparse esta horrenda inclinación a la brujería. La más cruel realidad nos ha demostrado que el progreso de los tiempos porque atravesamos no reza para nada en la cerril psicología enfermiza y supersticiosa de millares de criaturas que siguen rindiendo culto y acatamiento a las bárbaras recetas de los curanderos y a las ladinas y solapadas encomiendas de espiritistas sin conciencia que buscan en la estulticia ajena el manantial inagotable para su codicia... Ya sabemos que estos tenebrosos dramas de la santería, donde se confunden y se revuelcan en repulsivo maridaje las más abyectas apetencias y los más desatentados vicios, son repelentes, hediondos, crueles y corrosivo. Pero, silenciándolos, ocultando toda su impiedad bajo el celestinesco manto de un fingido respeto a la comunidad, no se acabará nunca con estos aquelarres de sangre y de infamias que son un baldón de ignominia en este siglo. Será, -no lo dudo- muy cómodo para aquellos espíritus ególatras que no piensan más que en el sereno equilibrio de sus nervios y en la tranquila marcha de sus digestiones, pero muy poco caritativo y cristiano, porque los que estamos al margen de la superstición tenemos la obligación de llevar la luz de la verdad a los que se asfixian en la sima tenebrosa del fetichismo... Hay que pregonar a los cuatros vientos todas estas salvajadas, difundirlas por la letra de molde, a través de las ondas, plasmarlas con los perfiles más trágicos en el celuloide, para despertar las conciencias aletargadas de los que sólo sienten el horror al escándalo y no quieren que la pesadilla que tan fácil es de remediar perturbe el sueño de los que sólo saben protestar...” -“Todo eso es producto de la incultura y de la ignorancia!”, afirman los que se encrespan con el reportero. De acuerdo, pero, ¿no sería más humano que en vez de rechazar nuestro humilde esfuerzo, emplearan todas esas energías en reclamar a las autoridades una labor de profilaxis social, una campaña educadora a través de esos medios rurales donde las gentes rechazan al médico y obedecen con ceguedad desesperanzadora las prédicas ignominiosas del curandero? ... ¡Menos aspavientos que huelen a insinceridad ante estos dramas horripilantes, crueles, descarnados y sangrientos y reclámese ese saneamiento que sólo encrespándose en una santa indignación logrará despertar la apatía y desterrar el pesimismo en las esferas oficiales que son las llamadas a poner fin a tan inquietante epidemia de impiedades y salvajismos...

Y mientras individual y colectivamente esperamos la reclamación de tales medidas, nosotros que nos sentimos abochornados de estas cofradías de torturados por el fanatismo y la superstición, flor de todos los climas y patrimonio de todas las razas y pueblos, no cejaremos en nuestra labor a despecho de los que para combatirnos apelan incluso a la injuria y a la falsedad...

Para ese otro núcleo de espíritus comprensivos y serenos que nos amparan con su edhesión y sus elogios nuestra gratitud desnuda de vanidades, que aquí no caben, porque tenemos el firmísimo convencimiento de que no hacemos otra cosa, que cumplir con el más elemental de los deberes sociales.

¡Las tinieblas del sacrilegio!...

Las últimas frases que son como un rosario de sangre que va brotando entre temblores de angustia de los labios blancuzcos de este infeliz Abelardo León Miranda, enfebrecido ante el recuerdo de aquel siniestro Jueves Santo de 1874, en que las manos blancas y suaves de la madre adorada se agarrotaron en un sacrílego atraco sobre sus ojos hondos y maravillosos para sepultarlo en el desierto de la ceguera, restallan como látigos de cinco colas sobre nuestra sensibilidad desbaratando creencias y agotando la fe, único patrimonio de los que vamos por, el mundo confiando en la bondad ajena...

Este venerable viejo de estilizada figura y perfil de peregrino fantasmal ha callado unos instantes para que sintamos todo el amargo ácibar de su trágica desventura... Ha ocultado entre sus manos retorcidas como sarmientos centenarios las torturantes oquedades de sus pupilas arrebatadas a la luz del sol bendita y por aquellas rojizas ventanas muertas de donde huyeron sus ojos, entre cataratas de sangre, se deslizan calladas y mansas unas lágrimas que abrasan las hondas arrugas de su rostro curtido por el viento de todas los caminos... Pero la hombría recia del anciano se revuelve arisca queriendo salvarse de la poza infecta de un posible rencor que él siempre apartó a manotazos de su corazón, reacciona en un sobrehumano esfuerzo para serenar su atormentada carne y poco a poco, con lentitud, pero firme y dominador, su cara se hunde en una plácida tranquilidad, cesa el temblor en sus manos y una sonrisa de beatitud va desgranando sobre sus labios, a los que vuelve el color de la vida... En el cuarto humilde y callado hay un silencio de camposanto que sólo profana el ruido sordo y uniforme del tomavistas de Bebo Alonso que va captando la mueca antes entenebrecida del desventurado vendedor de lotería...

Alza su diestra Abelardo como si tratara de coger el hilo impalpable de su horrendo relato y exclama:

-¡Sentí en todo mi cuerpo un dolor tan espantoso que creí morir... Parecía que al arrancarme los ojos, tras éstos se había vaciado también mi pobre cabeza!... Doblado sobre las débiles piernas, caía de rodillas clamando por mis ojos que la fatalidad me había robado... Perdí el sentido de la distancia y como si fuera desde muy lejos, oía el clamor de las gentes congregadas en la sala de mi casa... Gritaban angustiadas las mujeres, blasfemaban los hombres, lloraban mis pequeños hermanos contemplándome espantados tendido sobre el suelo, ensangrentada la cara, temblorosas las carnes vestidas de lívidos verdores... Aullaban los perros en la corraliza, volteaban las campanas de la iglesia atemorizadas por aquel sacrilegio en el día santo y trepidante, posesa por una alucinación del otro mundo, dominando las voces de todos, oía a mi madre repetir entre gritos estridentes, -¡Abelardo hijo mío, ven, dame tus ojos, tus ojos, dámelos! Y sus palabras se fueron alejando lentamente entre chillidos y lloros... ¡Perdí la noción de la vida, traspasada mi pobre carne por el más infinito sufrimiento...

¡Ciego para siempre!

Nunca supe, ni quise averiguarlo -reanuda su relato el anciano Abelardo León Miranda- cuanto tiempo estuve, sin noción de lo que era vivir... ¡Acaso hubiera sido más humano que Dios cortara el hilo de mi existencia que habla de discurrir en una perpetua obscuridad...! Pero los designios de la Providencia fueron otros y al recobrar, no se cuando el conocimiento, estaba en una cama del hospital, vendados mis pobres huecos donde yo había tenido unos ojos llenos de vida v de juventud.. Una mano cristiana me acarició la cara escuálida y me consoló serena:

-Duerme Abelardo, tranquilízate y piensa que siempre fuiste ciego y que tus ojos desaparecieron en el torbellino de una locura que todos sentimos como dentellada en las entrañas...

Obedecí sin protestas ni rencores y me dormí con la quietud de una conciencia que desde aquellos años juveniles, nunca se vio atormentada por la desesperación de lo que yo acepté como un designio que mi conformidad transformaba en tributo a un pecado que yo no había cometido, pero que pagaba sin regateos a costa de mí propia vida...

Quedé ciego para siempre!..' Estuve muchos días en el Hospital... Hasta mi lecho de convaleciente llegaban todas las tardes, parientes, amigos de la infancia, mis hermanos, mi padre... A todos los conocía por la manera de caminar... Me alentaban a tener tranquilidad me colmaban de juguetes que yo no podía contemplar de golosinas que me agradaban, pero que era incapaz de saborear atenazado por aquella obscuridad a la que a duras penas iba acostumbrándome... En mi pobre cabeza flotaban aún mil angustias físicas, pero un día angustiado pregunté a mi padre:

-¡Oye, Viejo! ¿Dónde está mamá, que no viene a verme?... Todos habéis venido desde que estoy aquí y ella aun no la he sentido hablar... ¿Qué le ocurre...?

Sentí temblar a mi padre y sus manos heladas acariciar mi cara... Guardó silencio un largo rato y por fin, repuso:

-¡Ya vendr;, hijo mío, ya vendrá...! Desde que ocurrió lo que todos lamentamos, ha estado muy enferma y hubo que llevarla hasta Pinar del Río, para que la curaran los médicos y la interrogara la Justicia... Ha estado mucho tiempo como loca... Así le dijeron los jueces... los jueces... Pero pronto estará a tu lado, cuando esté completamente restablecida... ¡Ella también ha sufrido muchísimo, hijo mío!...

-Callé angustiado por estas noticias. No tenía ánimos para insistir en que men fueran aclaradas. Tenía un santo terror a saber más de lo que mi padre me decía y sospechaba que tras aquellos consuelos del Viejo mío, había un secreto monstruoso terrible, bárbaro que habla de enloquecerme de pena cuando lo supiera... El ser ciego para siempre, era ya en mi una extraña conformidad... Pero aquel misterio que encerraban las palabras temblorosas de mi padre, me torturaba sin piedad... ¡Parecía como si mi instinto me anunciara toda la horrenda desventura de que más tarde me enteré! ... Cuando lo supe me consideré la criatura más desdichada del mundo... Sentí como un hondo remordimiento por haber sido la causa inocente de la desdicha de aquella familia que hasta el Jueves Santo de 1874, había sido feliz!. . .

¡El horrendo pago de una locura!...

Desde aquel día en que la fatalidad me dejó ciego, jamás ni con el pensamiento he tratado de inquirir por que la vida me había maltratado tan cruel y amargamente... Nunca supuse que mi santa madra había cegado mis ojos por maldad. En su corazón siempre rebosante de ternura para todos nosotros no podía, no se anidó jamás un mal pensamiento... Nos adoraba hasta el sacrificio. Nos consagró su juventud y todas sus energías. No sosegaba cuando estábamos lejos del bohío y se pasaba las noches en claro, pegada al borde de nuestra cama, apenas sentíamos la menor indisposición... Aquella tragedia de que me había hecho a mi víctima, era producto indudablemente de una locura que la cegó los sentidos y desbarató su cabeza, llevándola a perpetrar una acción que horrorizó en aquellos tiempos a toda la comarca... ¡Las alucinaciones del espiritismo que ella había descubierto en casa del millonario señor José Fernández, la impulsaron al sacrílego desmán!... ¡Se volvió loca mi santa Vieja y llevó el dolor y la desgracia para siempre a todos los suyos que tanto quería!...

Un día, después de más de dos meses de estancia en el Hospital, regresé al bohío de “Pancho Pérez”... Me condujo al través de las calles de San Juan y Martínez aquel venerable doctor Suárez, que fue la providencia de mi vida... Me atendió mientras estuve en el hospital y después al correr de los años, su mano generosa me ayudó a caminar, ya que no satisfecho, tranquilo por este mundo que había comenzado a maltratarme desde mi infancia...

Luego lo supe. Mi presencia en el pueblo, apoyado del caritativo medico, constituyó un acontecimiento. Para ocultar mi terrible ceguera llevaba unos espejuelos negros... Salían las mujeres a las puertas persignándose a mi paso. Me seguían los muchachos que hasta poco antes habían sido mis compañeros de juego en los arrabales. Parábanse los hombres al verme, fruncido el ceño, angustiado el gesto, lívido el rostro... ¡Qué comentarios hacían unos y otros al contemplar mi juventud rota por, la más cruel de las desgracias!... La torpeza primeriza de mi ceguera me hacia ir dando traspiés como si estuviera borracho... Hubiera querido también ser sordo además de ciego. La furia popular al sentirme inútil para siempre, levantaba oleadas de maldiciones y de insultos que me laceraban el alma...

-¡Apúrese, doctor, apúrese, que me siento morir!... -grité al señor Suárez.

-¿Pero por qué esas prisas, muchacho?

-¿Pero oye usted lo que dicen...? ¿No comprenden que al fin y al cabo soy su hijo?... ¿No se dan cuenta de que no hubo maldad en mi desventura, que todo fue producto de una locura? insistí llorando con amargura...

-¡Me explico tu dolor hijo mío, pero estas gentes sienten aun sobre su sensibilidad el terrible sacrilegio y al rugir de indignación no se pueden dar cuenta de que te están martirizando... ¡Es un homenaje a tu desgracia! -me advirtó caritativo y dulce el doctor Suárez...

Los perros del bohío de “Pancho Pérez” ladrando jubilosos en el sendero de la finca, anunciaron a mis parientes el retorno mío. Corrieron a recibirme los hermanos, el Viejo, los tíos, los vecinos y amigos que abandonaban las huertas y corralizas para abrazarme... Un bosque de brazos queridos me estrujó durante varios minutos... Sobre mi corazón, había una losa de plomo que no me dejaba respirar... Apoyé mi cabeza aún débil, sobre el pecho del padre y rompí a llorar con infinito dolor, con una zozobra asfixiante, con un terror que hacia temblar todo mi cuerpo:

-¡Padre, padre, yo me quiero morir!... -¿Dónde está la Vieja, que no corre a recibirme, a abrazarme?... ¿Qué le ha pasado a mi madre?... ¿Qué habéis hecho con ella...?

Se hizo un silencio mortal a mi alrededor... Cesaron en el acto las frases amigas, los gritos llamándome, se aflojaron los brazos que me estrujaban y las manos que me acariciaban...

Me sobresalté ante aquel mutismo de todos. Frenético me agarre a mi padre y comencé a zarandearlo olvidándome del respeto que siempre le tuve:

Padre... ¿que ha sido de la Vieja? ... ¿Dónde está que no viene?... ¿Quién la ha maltratado?... ¿Por qué has tolerado tú, que nadie le haga daño?...

-¡Habla Pedro, cuéntale al muchacho lo que ocurrió, que va si no a reventar del disgusto! -intervino tembloroso mi tío Juan.

¡Derecho tiene a saberlo, que al fin y a la postre de su madre se trata! -advirtió sollozando mi primo Antonio Miranda...

-Pero ¿qué es lo que me callas padre?.. - ¡Habla por caridad!!... ¿No ves que me estoy muriendo de angustia? -grité enloquecido...

-¡Tranquilízate hijito, no me martirices tú, ahora que ya te veo volver a la casa!... Tu madre sufrió un accidente... Ya está casi bien, pero... ¡Se ha quedado ciega!...

Sentí como un latigazo en las entrañas... ¡Ciega ella también!... No me detuve a saber más. -Aparté a manotazos a los que me cerraban el paso y guiado por la luz divina de mi propio dolor, sin dar un traspiés, corrí por el sendero, traspuse la cerca, escalé el porche y me precipité al interior del bohío, recto hacia la alcoba:

-¡Madre, madre mía!... ¿quién te hizo ciega?... ¿Dónde estás?

-¡Abelardo, mi hijito querido, aquí está tu Vieja, que ya no tiene ojos ni para llorar la locura que cometió contigo!- exclamó mi madre, convaleciente aún en su lecho, recogiéndome entre sus brazos... En ellos llorando sin tino estuve no se cuantas horas...

-Ciega mi madre .. ¡En tinieblas como yo! ... Me aparté del lecho y tantando las paredes huí hasta el corral... Me senté sobre una piedra, escondí la cabeza entre las manos y comencé a preguntarme a mí mismo... ¿Pero quién ha cegado a mi Vieja infeliz?... ¿A que martirio le han sometido para atormentarla con tal desventura?...

Y repiqueteándome los sentidos, destrozándome el corazón, oí a mi madre gritar desde la cama:

-¡Hijo, mi Abelardo, qué desgraciado te he hecho.. Ya no te veré más!...

Los perros del bohío se habían tendido a mis pies y me lamían las manos dando gruñidos de satisfacción-. En la cocina, el Dr Suárez contenía a mi padre, a los hermanos:

-¡No molestarle ahora! Dejadlo tranquilo. Que se desahogue, que llore y grite si quiere... ¡Es mucha su desgracia y sólo la soledad podrá mitigar esa pena que lo trastorna!...

¡Tenía razón, por que yo entonces, era hondamente infeliz!...

Calla Abelardo León Miranda, destroncada su entereza por los tenebrosos recuerdos que ha ido engarzando en el relato siniestro que nos hace temblar en el silencio de este crepúsculo asfixiante. El pobre viejo, demudado el semblante, cubierta la frente por un sudor helado, los labios contraídos por un rictus de honda amargura, se revuelve poseído por una inquietud dolorosa y sus manos afiladas y transparentes se retuercen pergeñando una sinfonía de huesos aterro-rizados.


En un día como éste, la vieja torre de San Juan y Martínez, destacando la humildad de su cruz sobre las nubes amenazadoras, tembló de angustia ante el nuevo sacrilegio de la alucinada de Vega Palmarito.

¡La superstición que siguió galopando!...

Cae la tarde mansa y callada sintiendo el terror de esta historia de incomprensible superstición, más dramática, de perfiles más espeluznantes en la voz opaca y sombría fiel infeliz vendedor de lotería, sombra fantasmal, testigo desolado del lance más terrifíco perpetrado por el fanatismo de un cerebro sugestionado por la brujería... La casona humilde de Abelardo León Miranda hunde en las sombras de esta noche tradicional de S. Juan, como si tratara de ocultar al angustioso parleo de “El niño de los ojos azules” que va escalando entre martirios infinitos el acantilado cruel de su vida truncada por un guiño monstruoso del destino...

De repente Abelardo, se endereza sobre su asiento, oculta su emoción trae el suave terciopelo de una melancolía franciscana bañada de renunciaciones y con matemática precisión oone uno de los sarmientos de sus manos sobre mi hombro y golpeando dulcemente, exclama:

-¿Verdad, caballero, que jamás oyó usted una historia tan cruel?...

-Ciertamente, así es; cruel y desoladora! -contesto agarrotada la voz por una amargura infinita...

-Y, sin embargo, yo que jamás relaté a nadie este rosario infeliz, siento ahora un descanso en el alma, como si hubiera librado a mi corazón de una carga de sinsabores que me han atormentado desde aquel funesto Jueves Santo de 1874... ¡Nadie sabe lo que significan estas horribles confidencias, cuando se hacen a criaturas que saben oír y compadecer al que las llevó sobre los hombros, incomprendidas a través de tantos años!...

-¡Si usted quiere, podemos descansar hasta mañana! -indico apesadumbrado, sintiendo gravitar sobre mi egoísmo todas las torturas del infeliz anciano...

Sin dejarme seguir, Abelardo León Miranda, rechaza la tregua con un gesto enérgico:

-¡No. Prefiero seguir y terminar este romance de ciego! Las desventuras no me han doblegado jamás y no iba a dejarme ahora vencer, que por mi libre voluntad me he prestado al relato... Sea usted el depositario de mi destino infeliz, que desde muy lejos llegó para saber por boca de la propia víctima la horrible verdad, mucho más desesperanzadora y agobiante que la leyenda lanzada por gentes sin respeto al dolor ajeno...

Hay una pequeña pausa. Vales contempla la estampa peregrina del viejo vendedor, cruzado de brazos después de agotar todas las placas de su cartera, mientras Bebo Alonso sigue rodando con su tomavistas que capta todos los ángulos estiliza-os del ciego del bohío de “Pancho Pérez”... El reportero alucinado, prendido el pensamiento y la voluntad en el horrendo cañamazo de esta tragedia, apenas respira clavado en un sillón desde hace cuatro horas .. No se quiebra el encanto brujo del relato que el ciego reanuda con una afirmación que nos hunde de nuevo en el laboratorio del desconcierto:

-¡Realmente, pensando sereno en este problema mío, es muy difícil encontrar una criatura más desdichada e infeliz que yo!... Hay seres, en quien la desventura se ceba un tiempo determinado y luego florece la tranquilidad... En mi, el destino ha sido implacable. Todo han sido zarpazos, crueldades que me han azotado hasta en los años en que todas las criaturas tienen derecho a reír... A mí me fue negada esta prerrogativa... Estaba maldito...

-¡Me quede ciego envuelto en las torturantes tinieblas del espíritu y de la carne y tuve que hacer infinitos esfuerzos para no perder la fe ante tanto dolor que yo no me merecía. No miento ni exagero, si aseguro a ustedes. que mi más hondo martirio, no comenzó cuando me arrancaron los ojos. Se inició con vértigos de locura obsesionante el día que llegué a mi casa de regreso del Hospital y supe con infinito terror que mi santa madre, también estaba ciega... Me encerré en la propia soledad de mis pupilas vacías ... Caminaba solo por los campos, por el huerto, me pasaba las horas tirado en la ribera sintiendo a mis pies el rumor callado de las aguas del río deslizándose en su eterno correr, lacerada el alma y apesadumbrado el corazón por aquel misterio que todos me ocultaban piadosamente y yo aterrado no me atrevía a preguntar... Así pasaron los meses... La vida en mí casa, había recobrado el ritmo de otros tiempos... Había cristiana conformidad, ya que la alegría se apartaba horrorizada de los campos de ensueño, de las paredes esbeltas del bohío de “Pancho Pérez”... Trabajaba mi padre con más fervor, comenzaban a ayudarlo los hermanos pequeños a sobrellevar aquella cruz de nuestra tragedia... Con ese finísimo instinto que la naturaleza despierta en los que dejaron de ver, sentía el paso incierto de mi Vieja, llegar de madrugada hasta mi lecho y acariciar temblorosa mi cabeza, mi cuerpo, ya sin el brío de antaño, para sollozar sin consuelo, mientras sus labios repetían sin cesar:

-¡Señor, Dios misericordioso, perdóname este crimen que cometí enloquecida!...

-Mí tormento era mayor, porque me daba cuenta de que mí madre, huía aterrorizada de mi lado, cuando me tropezaba con ella y me colgaba a su cuello sintiendo la angustia de su propia desventura, rompía a llorar y me atormentaba con su eterna queja:

--;Hijo, hijo de mis entrañas, cómo he sembrado el dolor en tu vida!...

Un día, para tormento eterno e inolvidable que me ha acompañado a lo largo de tres cuartos de siglo, supe todo lo ocurrido en aquel Jueves Santo de 1874... Me lo relató un viejo guajiro que llegó hasta mi casa atraído por los gritos espantosos que daba mí madre...

-¡Pobre Magdalena!... Aún la veo en el centro de la sala, con la cara del color de la muerte, saltándosele los ojos, desgarradas las ropas y gritando como si el mismo demonio la poseyera, embarrándose de sangre, que clavados en los dedos agarrotados y retorcidos como puñales tenía aún los despojos que te había arrancado hasta vaciarte las cuencas y sumirte en la ceguera... Se abalanzaron los hombres sobre ella, huyeron dando gritos desgarradores las mujeres, se ocultaban bajo los muebles tus pobres hermanos, aullaban los perros venteando la desgracia y de improviso las campanas de la iglesia tocaron a arrebato... Cientos de vecinos se precipitaron por todos los caminos y veredas hasta el bohío de “Pancho Pérez”... Corrió a tiempo la Guardia Civil, impidiendo que tu madre fuera víctima del furor de aquellas gentes espantadas por el sacrilegio cometido... Guardias y vecinos lograron dominar a tu madre y en su propia cama quedó tendida en medio de horribles convulsiones, profiriendo alaridos, riéndose con gestos y ademanes que sembraban el terror en los vecinos... Hubo que atarla de pies y manos a los barrotes de la cama para que no se deshiciera la cabeza... Hablaba sin tino, profería blasfemias, y te llamaba sin cesar, pidiendo tus ojos... La indignación de las gentes, ante aquel espectáculo espantoso se convirtió en piedad para la pobre madre que se había vuelto loca... Acudió la Justicia y también ésta, se convenció de que allí no había maldad ni delito que castigar... Todo había sido realizado en un momento de espantosa locura... El propio Juez acordó con tu padre y tus tíos que quedara en la casa hasta que pudiera ser trasladada al Manicomio... Dos guardias civiles fueron colocados junto a la cama para vigilarla... Muchas horas duró su delirio. Cantaba, reía y gritaba sin descanso... La rociaron con agua bendita para sacarla aquel demonio de la locura de su pobre cuerpo. Estaban las mujeres alrededor de su lecho para apartar de la casa, tanta desventura... Así transcurrió la noche y amaneció el Viernes Santo... Se relevaron las guardias, vinieron nuevas mujeres para continuar los rezos y otra vez se roció la cama de agua bendita para espantar los malos espíritus, que tanto mal habían descargado sobre vuestra casa... A la salida de la tarde, una mujer salió a dar la buena nueva a los amigos parientes y vecinos que en la sala acompañaban a tu padre, destrozado por la catástrofe:

-¡Ya no tiene los demonios en el cuerpo!

-Ahora se ha quedado muy tranquila -aseguró otra mujer...

-!Parece como si hubiera despertado de un mal sueño... Nos ha mirado tranquila y ha dejado de gritar! -corroboró segura una tercera que salía de la alcoba...

-¡Pedro, entra tú, porque Magdalena quiere verte!- reclamó alguien...

Corrió tu padre a la alcoba. No mentían ni exageraban las mujeres. Magdalena serenó el semblante, dolorida la voz, suplicó a Pedro León:

-!Por caridad, Viejo, záfame esta sábana que me destroza las manos... ¡Estoy rendida!

Tu padre consultó con los guardias que no se movían de la alcoba. Estos, seres humanos al fin, compadecidos de la angustia del desdichado Pedro accedieron a que se le soltaran las manos a la infeliz mujer. Se le quitó la sábana. Respiró afanosa y luego con voz serena, sin un temblor hizo una nueva súplica, esta vez a los Guardías Rurales: Echarme la sábana por la cabeza que todo me da vueltas... Me muero de fatiga y así acaso me puedo dormir...

Los guardias no vieron inconveniente en acceder al ruego de Magdalena Miranda. La taparon con la sábana. Quedó oculta como una muerta viva... Así transcurrió una hora... Comentaban los vecinos en la sala aquel cambio, venturoso entre tanta desgracia. Se esperanzaba tu padre de que recuperara la razón y que no cayera sobre la casa otra nueva catástrofe, cuando surgió en la puerta empavorecido, tartamudeando de espanto uno de los guardias:

¡Pedro, a escape, corre a buscar al médico'... ¡Ha sido espantoso!...

Un vecino corrió en busca del médico. Tu padre y otros parientes se lanzaron hacia la alcoba... El cuadro los hizo prorrumpir en aullidos de angustia... Sobre la cama, tu madre estaba sin conocimiento enterrada en un charco de sangre... En sus dedos agarrotados sostenía aún tintos palpitantes, sus propios ojos... De las cuencas sobre su cara amarilla brotaban dos monstruosos caños de sangre... La infeliz Magdalena acaso en un momento de lucidez, dándose cuenta de su horrendo sacrilegio, exasperada por la angustia se había arrancado los ojos, para no verte más sumido en la ceguera que ella había provocado con su enloquecida superstición.

No quise oír más... Huí de aquel lugar donde el viejo guajiro me acababa de desgraciar para toda la vida... Penetré como una tromba en el bohío, gritando enfebrecido por una pena -infinita:

-¡Madre, madrecita infeliz, la más santa de las mujeres!...


Termina este reportaje anunciando que continuará en la próxima Bohemia.




| Publicación del 23 de Julio de 1944 | Revista Bohemia |
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Última Revisión: 1 de Junio del 2004
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