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“BARU, CLAVELITO Y COMPAÑIA” |
Presentamos el siguiente artículo del reconocido escritor Jorge Mañach lo más fiel posible a como aparece en la Bohemia publicada el 24 de Agosto del 1952; Año 44, Número 34. Este artículo comienza en la página 54. Hemos modificado el ancho de la columna y ligeramente actualizado la acentuación de algunas palabras monosílabas. |
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BARU, CLAVELITO Y COMPAÑIA |
por Jorge Mañach |
Desde hace algún tiempo se ha destapado en Cuba, con extraordinario servicio de publicidad, un culto primario de lo irracional, de lo sobrenatural, de lo mágico. El profesor Barú primero, y ahora Clavelito, han estado a la orden del día. Verdaderas multitudes han vivido y viven pendientes de sus “predicciones” fundadas en la cábala astrológica, o atentas a las revelaciones de “imágenes” en un vaso de agua. Cuando, en el caso de Clavelito, la Comisión de Etica Radial intervino para proscribir su programa, muchos cubanos ingenuos se han sentido despojados, y creo que hasta el propio agente de esas revelaciones, a juzgar por lo en serio que a sí mismo se toma, considérarse víctima de una iniquidad.
En el fondo, nada de esto es nuevo. Todos los pueblos han tenido siempre supersticiones de ese linaje, y más burdas aún. En Cuba, la tradición de cábalas, magias y conjuras es dos o tres veces secular, alimentándose de las más diversas raíces y proyectándose en distintos planos de cultura. Ya el Padre Vareta, en sus Cartas a Elpidio, se explaya mucho sobre la superstición, sin que, a la verdad, pueda uno ver muy substanciada la diferencia entre sus distintos niveles. Pues la creencia de los hombres en lo sobrenatural es punto menos que irresistible, y lo único que parece introducir una jerarquía en ella son los aliños más o menos históricos y más o menos intelectuales de que esa creencia se ha servido.
Comprendo que estoy insinuando cosas muy “herejes”, y no quisiera ser frívolo en tan seria cuestión. No se me ocultan las consideraciones de orden rigurosamente filosófico que tienden a abonar la creencia de un rectorado trascendente del mundo y, por tanto, de los destinos humanos. Hasta qué punto esas razones sean válidas, es cosa demasiado ardua para discutirla en un artículo. Por haber yo tratado la cuestión de la existencia de Dios un poco a la ligera, con premura periodística, en un artículo de Bohemia a propósito del “Día de Dar Gracias”, me salió allá en México todo un expansivo contradictor, cuya velada iracundia no añadía, sin embargo, un ápice de bondad o de novedad a sus argumentos.
El hombre tiene, sin duda, ese “sentimiento de criatura” que decía Otto y en el cual afinca el sentimiento religioso. Tiene también la vivencia de su propia pequeñez y desvalimiento ante fuerzas que no acierta a comprender, pero que de alguna manera necesita justificar y cree propiciar. La tenacidad de las creencias religiosas se debe, probablemente, al simple hecho de que la mayor parte de los hombres se sentirían muy míseros sin una creencia semejante. Nos resistimos a aceptar como definitiva e inexorable la indiferencia de la realidad al destino humano y a las aspiraciones que el hombre sustenta.
La diferencia entre religión y superstición estriba, a mi juicio, en dos cosas de suma importancia: una, que la religión tiende a deslindar mucho más netamente la frontera entre lo sobrenatural y lo natural; otra, que las aspiraciones que la religión tiende a satisfacer no son aspiraciones primarias, sino de elevado orden moral. El último residuo de la sobrenaturalización religiosa de lo terreno fue la doctrina del milagro; pero el milagro, como se sabe, anda ya muy de capa caída en el mundo, a despecho de recurrencias nostálgicas que de cuando en cuando se producen, y no sin cierta visible desconfianza. La dignidad superior de lo religioso estará siempre, no en esa pretensión de hacer intervenir lo sobrenatural en el mundo, sino todo lo contrario, en la aspiración a elevar al mundo lo más posible por sobre lo natural, es decir, por sobre el nivel de la animalidad. Y, correspondientemente, lo que hace tan deplorable y tan nocivo para la conciencia de un pueblo lo que llamamos “superstición” es que tiende, no sólo a sobrenaturalizar irracionalmente la experiencia, sino a enervar las fuerzas morales del hombre, haciéndole creer que su destino o su prosperidad en la vida no dependen de su inteligencia y de su voluntad, sino de la conjugación de unos astros en el firmamento; o de tales o cuales ritos mágicos.
Es asombrosa la cantidad de gente en Cuba que está entregada a esas supercherías. Y no, por cierto gente de escasa cultura solamente, sino también muchas personas que se las dan de instruidas y hasta de religiosas. De no pocas señoras y señores sé que van los domingos a misa y de cuando en cuando, entre semana, acuden a hurtadillas a consultar a la palmista o la clarividente cuyos “aciertos” se le han ponderado. De la misa blanca a la “misa negra”. Los cuadernos de astrología, los “horóscopos” y demás guías estelares pronto tendrán tanta venta en Cuba, si ya no la tienen, como los más acreditados breviarios.
Aquí cabría decir aquello de que el que no se consuela es porque no, quiere. Y hasta se nos podría censurar que vengamos a “meternos” con esas formas de consuelo en que otros hallan tanto solaz. Pero es que uno no puede evitar el pensamiento de que tales recursos y creencias están estragando profundamente la conciencia cubana. No hablo ahora de la conciencia en el sentido religioso, sino más bien en el sentido moral de la palabra: hablo de esa necesidad que un pueblo tiene de conservar sana y despejada su inteligencia, firme su voluntad, para hacer depender de sí mismo, y no de ninguna irracional influencia, su propia superación.
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“...su ya famoso vaso de agua sobre el radio...” |
Ese irracionalismo hace bastante más daño de lo que parece. Después del 10 de Marzo y siento tener que traer aquí lo que pudiera parecer una intención política, los vaticinios del titulado “profesor” Barú contribuyeron mucho a desconcertar al pueblo, y hasta a contaminarlo de falsas apreciaciones y de resignación inerte. Recuerdo cuando ese buen señor, con su acento entre portugués y tudesco, declaraba muy solemnemente que había leído en los astros el destino de algunos de los fautores del cuartelazo y les suponía asistidos de virtudes increíbles y venturosas perspectivas. Ahora, no sé que Clavelito haya llegado a tanto; pero me temo que su ya famoso vaso de agua sobre el radio haya estado contribuyendo demasiado a relajar con vagas esperanzas pasivas la conciencia de un pueblo que de lo que está necesitando es de claridad y coraje.
Ya sé que decir estas cosas no es popular: a ese estado de primitivismo hemos llegado, o en él nos mantenemos. Nuestra responsabilidad en el asunto puede atenuarse un poco con aquello del “mal de muchos”, pues lo cierto es que desde hacía mucho tiempo no se veía cundir por el mundo una ola tan ancha de irracionalidad como ahora. Lo de la astrología es una epidemia universal. Y sin ir tan lejos, o tan alto: el repertorio de ideas estúpidas, de supersticiones triviales, parece haberse difundido bastante en los años posteriores a la segunda guerra mundial.
Precisamente sobre eso ha escrito mucho, en los últimos tiempos, uno de los pensadores más altos, claros y valerosos de nuestros días: Bertrand Russell, laureado hace pocos años con el Premio Nóbel. Ahora se acaba de publicar en los Estados Unidos su libro titulado Unpopular Essays, “Ensayos impopulares”. Entre ellos hay uno que yo quisiera traducir algún día y divulgarlo aquí, para higiene del espíritu cubano. Lleva por título An Outline of Intellectual Rubbish, y en él se hace, con mucha energía de razonamiento y gracia de expresión lo que pudiéramos llamar, traduciendo el título, un “inventario de la basura mental” en el ambiente de nuestro tiempo. Russell atribuye esta acentuación del espíritu supersticioso a diversas causas; pero la que parece tener para él más importancia es el miedo. No resisto a la tentación de traducir un pasaje de ese ensayo:
“El miedo -escribe Russell- a veces actúa directamente, inventando rumores de desastre en tiempo de guerra, o imaginando objetos terroríficos, como fantasmas; otras veces opera de modo indirecto, infundiendo la creencia en algo consolador, como el elixir de la vida, o el cielo para nosotros y el infierno para nuestros enemigos. Tiene el miedo muchas formas el miedo de la muerte, el miedo a la oscuridad, el miedo a lo desconocido, el miedo al rebaño, y ese miedo vago y difuso que asalta a los que se ocultan a sí mismos sus propios terrores más específicos. Hasta que usted se haya reconocido a sí mismo sus propios temores y se haya prevenido, por un esfuerzo difícil de la voluntad, contra el poder mitificador que ellos tienen, no le será posible discurrir con certeza sobre muchas cuestiones de gran importancia, particularmente aquellas a que atañen las creencias religiosas. Conquistar el miedo es el principio de la sabiduría, tanto en la conquista de la verdad como en la de un noble estilo de vida”.
“Hay -continúa Russell- dos modos de evitar el miedo: uno consiste en persuadirse de que se es inmune al desastre, y el otro es por el ejercicio del puro coraje. Este último es difícil, y para todo el mundo resulta hasta determinado punto imposible. Por consiguiente, el primero ha sido siempre el más popular. La magia primitiva tiene por objeto infundir el sentimiento de seguridad, ya sea dañando a nuestros enemigos o protegiéndolo a uno con talismanes, trances y encantamientos. La creencia en tales modos de evitar peligros ha subsistido sin cambios esenciales a través de muchos siglos de civilización... Hoy día, la ciencia ha reducido la creencia en lo mágico, pero hay todavía mucha gente que confía en las mascotas, y la brujería, aunque condenada por la Iglesia, todavía es un pecado posible”.
Todo esto lo encuentra Russell muy divertido a veces, porque “las supersticiones no siempre son oscuras y crueles; a menudo añaden algo a la amenidad del vivir. Recibí cierta vez una comunicación del dios Osiris dándome su número de teléfono; vivía a la sazón en un suburbio de Boston. Aunque no me inscribí entre sus adoradores, su carta me resultó muy divertida...
Admiro particularmente a cierta pitonisa que vivía cerca de un lago en la parte norte del Estado de New York hacia el año 1820. Solía ella asegurarles a sus múltiples adeptos que tenía el poder de caminar sobre el agua, y anunció que lo haría una mañana a las once en punto Cuando llegó la hora, los fieles se juntaron por miles a la orilla del lago. Y ella les habló: “¿Están todos ustedes convencidos de que puedo caminar sobre el agua?” Todos respondieron a una: “¡Lo estamos!” “En ese caso manifestó la pitonisa no es necesario que lo haga”. Y todos los fieles se fueron para casa muy satisfechos”. Por si Clavelito resurge de nuevo, le recomiendo esa técnica.
Pero la cosa tal vez no sea en el fondo tan divertida. En Cuba al menos, este auge de la astrología, de la magia y de otras supersticiones congéneres, acaso sea un reflejo de la creciente sensación de desvalimiento y de inseguridad por que atraviesa nuestro pueblo. Acaso se deba a que, por haber visto tantas veces defraudada su confianza en lo racional y frustrada su voluntad, se sienta cada vez más inclinado a poner sus esperanzas de redención en los medios sobrenaturales. Tal vez exageró Nietzsche cuando dijo que las oleadas de religiosidad le sobrevenían al mundo cuando el hombre perdía la confianza en sí mismo. En todo caso, la afirmación parece bastante sostenible cuando de la pura superstición se trata. Nosotros estamos atravesando una etapa de “babalaismo” incipiente. Nos sentimos necesitados de una “limpieza”; pero comenzamos a desconfiar de que se pueda lograr por nuestras propias fuerzas.
A esa noción hay que salirle al paso. Sí se puede: sí podemos y es el único modo en que podremos redimirnos de inseguridades, de miserias, de servidumbres, de miedos, de opacidad en nuestras vidas, acudiendo a lo único cierto de que pueda depender el hombre en la tierra: la inteligencia y la voluntad. No niego que haya matices de destino individual tan adverso que el espíritu sólo pueda consolarse de ellos, y no remediarlos, y que para ese consuelo le sirvan tales o cuales creencias sobrenaturales. Pero todo un pueblo, por contraria que la suerte le sea en un momento dado, no puede fiarse de semejantes recursos. Las supersticiones enervan. Nada tienen que ver los astros con nuestro “destino”: las estrellas son “neutrales”.
La única estrella que nos vale es aquella que pusimos de símbolo en la bandera, y ésa nos la conquistamos con “sangre, sudor y lágrimas”. Mientras llega la hora de que a este pueblo nuestro se le de a chorros la educación que necesita, lo que ha de hacerse para salvarlo es cultivarle la fe en su propia voluntad, no en las “profecías” de Barú ni en las aguas turbias de Clavelito.
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Última Revisión: 1 de Julio del 2003 |
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